lunes, 18 de abril de 2011

era, antes del filtro griego...

Un cachitín de la fuerza del sol
en un sobrecito y en una mano abstracta
que no es, manejada por los dioses,
pero convencía
hasta a los postes y paredes
con sus polvitos mágicos,
y robaba una sonrisa infinita
siempre
y que inmortalizaría, el sueño
de los labios más carnosos
en la más honda escasez
del derrotero,
un rededor por detrás
se desentierra injusto
y allí siempre, puede haber más
amontonados gimiendo,
aplaudiendo las culpas
sin desactivarlas
reproduciéndose impuras,
un grillito que les trina cerca
de la voracidad y de su pegote
tan animal y poco humano
sin necesidad de ninguna luz
y sin perder nunca el ritmo.
Un salud de amor
que te daba la envidia diaria,
y yo dejándome chirlito
trompeteaba esos ecos inllevables
pesados, crónicos y existenciales,
de nuestras carencias
contrastadas,
contra una pared salpicada
que siempre raspaba gruesa
la pera y los codos,
en los tumbos.
Un ritual gregoriano
en la infinitud de la llanura
y un plato volador de los cielos
estrellados, naufragaba los nuestros,
y que vos también presentías
negándole la atención;
un vuelo a Londres desde mi ombligo
que tarda más de lo pensado,
para negociar la realidad
siempre es, el mientras tanto
logras concretar tus deas;
y esperaba risueño, en mi mente atento,
jugando un golf contra Hegel
en los mil hoyos no euclídeos de la luna
fenomenotipando realidades,
igual iba y venia,
con todo lo que arrastraba el método
sin certezas y advertido,
para agitar el viento sin la tensión de Hume
un ágil pretendiente de encaramancias,
y de una bruma intrépida, no se escaparía
sin mojarse, y lo aprendería
a pesar de su inteligencia pacata
mas adicta a reproducir formas,
que yo a fumarme un porro de flores.
Mocosos dos perros con estornudos
acompañaban sin protestas a sus amos,
igual que algunos sindicatos
a sus patronales personalistas,
y turbias, las olas devolvían
la impaciencia sin control
de todos,
y sonaba la cucaracha, sobre este bote,
lleno de parches y confusión,
prestada
arriba en una playa desierta y su costa
igual a la que soñaste tantas veces
con la cabeza en la almohada,
y poseída,
la rama de una palmera
cincuentenaria
hacia los líos que ya no hacemos nosotros
y amagaba caerse de lo alto
sobre las cabezas más chatas
mas allá de sus cocos
el mundo no se perdería de tanto,
y del mío,
mientras tomaba unos daikiris helados
y era seducido por una sonriente chica de Egipto
que me contaba de su fanatismo por los latinos
sin tantos buenos argumentos
y me enseñaba de historia antigua
antes del filtro griego,
con un tatuaje tribal sobre su cola
que reverenciaba a la infinita Isis.
Y me queda tanto, sabía
que nunca es problema
seguir aprendiendo del camino.